¿Estoy aún en Africa o es que me fui sin darme cuenta?
La entrada a Sudáfrica, luego de cruzar la mitad de Africa, llega como un golpe de alto impacto. Es como venir con la bicicleta a toda velocidad y llevarse por delante un muro de concreto que no vimos delante nuestro. Es tan confuso pasar a un país africano pero que tiene caminos, nacionales y rurales, asfaltados como la seda, señalizaciones por doquier para que sea imposible perderse, marcadores de distancia, electricidad dada por hecho en todos lados, agua corriente y agua caliente proveniente de grifos, cloacas, duchas, vehículos en buen estado, órden, prolijidad, supermercados que parecen boutiques donde se puede comprar todo lo que uno imagina, esto es mucho para absorber luego de 10 meses de escasez de todo. No puedo dejar de preguntarme: ¿dónde es que estoy!!?¿dónde es que ha quedado Africa? Y quizás, en ese mismo primer día, debía aceptar la realidad de que Africa quedaría momentáneamente atrás.
Entré a Sudáfrica por la provincia oriental de Kwazulu-Natal, una hermosa región de campos fértiles ondulantes que se extienden hasta desaparecer en el horizonte. Aquí ya no veo más a la gente empapada en sudor trabajando la tierra a mano bajo el castigo del sol, como en el resto de Africa. Aquí voy pasando hectáreas y hectáreas de campos tratados con la última tecnología agrícola. Torres de irrigación, cosechadoras, empaquetadoras automáticas de fardos, como se pueden ver en cualquier país desarrollado. Todos los parches de verdes de diferentes tonos según el tipo de cultivo, están prolijamente sembrados.
Sudáfrica, no es Africa, al menos no lo parece. Es en parte, una porción del primer mundo en este continente, y en parte, una porción del resto del continente Africano, a los que se suman una significativa cantidad de asiáticos. No es casualidad entonces que Sudáfrica como país sea quizás uno de los experimentos raciales más complicados existentes hasta el día de hoy, con una historia que es tan compleja como aberrante a veces. Una tierra donde se mezclan blancos de descendencia europea, decenas de tribus originarias africanas, una población enorme de asiáticos del sub-contienente indio que llevan ya hasta seis generaciones en el país y recientemente la adición siempre creciente de miles de inmigrantes provenientes de todo el resto de Africa en busca de una mejor vida. Sudáfrica es exactamente como la definen, la nación arco iris pero es un arco iris donde no siempre hay una hoya de oro al final de él.
Pedalear por este país resulta un deleite, incluso en las rutas rurales por las que elijo transitar para poder esquivar el tráfico pesado de camiones entre las grandes ciudades del país. Este trayecto por Kwazulu-Natal entre Suazilandia y Lesotho, se encuentra cómodamente por encima de los 1200 metros, haciendo del clima una maravilla primaveral como la que había experimentado en Zimbabue.
Hospitalidad sin límites
Mis primeros encuentros con los sudafricanos ocurrieron antes de llegar al país. Ya había leído mucho lo escrito por ciclistas amigos que hablaban de la estupenda hospitalidad de los sudafricanos, pero realmente, luego de haber estado en el Tibet, en Mongolia, en Sudán, Irán, Indonesia, Uzbekistán, etc.. no creí que fuera a sorprenderme.
El primer encuentro ocurrió una mañana en
Zimbabue, cuando una camioneta con placas de Johannesburg me pasó en
sentido contrario. Al poco tiempo, me vuelve a pasar pero ahora en mi dirección y se detiene unos 200 m delante mío. Un
padre y un hijo se bajan y me esperan hasta que llego a donde están.
El padre exclama con acento afrikaans:
- “Buen día! ¿te puedo ofrecer una bebida fresca?” - y mientras
se va al refrigerador que lleva en la caja de camioneta, él y el
hijo, quienes estaban de viaje para pescar, con enorme curiosidad me
preguntan sobre mi aventura. - “¿Tienes
hambre?¿has desayunado ya?” - me preguntan entre medio. Le contesto
que de hecho tengo hambre porque la noche anterior se me había roto
mi hornillo y no había podido cocinar ni cena ni desayuno; de paso
le pregunté dónde en Sudáfrica podría comprar uno nuevo. El padre
vuelve a la caja de la camioneta y empieza a sacar comidas y bebidas
para regalarme, tantas que no tendré dónde ubicarlas, y mientras
revuelve las cajas me dice: - “sobre tu hornillo, no tienes que
comprarte uno nuevo, porque te voy a dar el mío, que está nuevo”.
- ¿Cóoomo? - Le digo - “que no, que no es necesario, que puedo
conseguir uno, muchas gracias”. - “Insisto” - me dice - “Tu
debes alimentarte bien y yo quiero que no tengas problemas y aún te
falta para llegar a Sudáfrica, aquí no conseguirás nada”. Sin
palabras para agradecer, nos despedimos.
Semanas más tarde en Mozambique, conocí a Albé, en la playa del paraíso en el oceáno índico. Luego de conversar un largo rato con él sobre nuestras respectivas aventuras, le comenté que me iba a ir a acampar en la playa porque los hostales allí eran muy caros para mi presupuesto. Albé me dijo: - “de ninguna manera, te vienes al mío y acampas en él, dónde acampo yo, yo te lo pago y no te esfuerces en negarte”. No sólo Albé me pagó las acampadas de 11 dólares por día, sino que se encargaba de comprarme el almuerzo y la cena porque según él, estaba demasiado flaco y tenía que comer.
Estos fueron los dos primeros ejemplos de algo que se repetiría
una y otra y otra vez a lo largo de todo mi camino ya en la mismísima
Sudáfrica. Gente que detenía sus vehículos para conversar y
regalarme comida, o lo que ya se volvería un clásico: “¿te puedo
ofrecer una bebida fresca?”. Gente que se preocupaba por mi
seguridad y me pagaba un hotel en algún pueblo para que no acampara;
otros que me invitaban a comer, otros que me donaban algo de dinero
para contribuir a mi aventura, otros que a la respueta de - “¿puedo
acampar aquí?” - respondían que sí, pero que mejor tenían una
habitación de huéspedes en su casa para mí, con baño, comida y
todo. La seguidilla de hospitalidad sudafricana se vuelve abrumadora
en el más positivo de los sentidos de la palabra, porque no es el
mero hecho de ofrecerte una cama, un baño caliente y una cena para
reyes, sino el profundo interés con el que los sudafricanos se
acercan a uno y el hermoso intercambio que surge a partir de ello.
Sean los blancos, los negros, los “de color”, los de origen
indio, pakistaní, todos, sin excepciones, todos los días me
brindan su más sentida hospitalidad.
Cruzar Kwazulu-Natal se volvió un
deleite. No era sólo la calidad humana de estos sudafricanos sino
que al llegar a las Midlands
Meander, ya en el cordón
inferior de la cordillera Drakensberg, el paisaje se volvió
deslumbrante. Allí pasé tres días de descanso antes de emprender
el camino a Lesoto, en la casa de Charles y Leslie, quienes me
recibieron como a un sobrino en su estancia de 300 hectáreas, rodeada de colinas suaves sembradas con la prolijidad de un jardín
europeo, y que con la caída del sol se volvían de todos los colores
posibles.
Allí, en ese magnífico escenario, tan auspicioso para descansar el cuerpo y la mente y reflexionar sobre mi vida, recobré energías para embarcarme en uno de los tramos más duros de todo el viaje hasta el momento, cruzar el pequeño reino de la montaña de Lesotho. Lo que no sabía en esos días de paz y serenidad, es que muy pronto me encontraría inesperadamente, por primera vez en mi vida, cara a cara con la muerte.
Semanas más tarde en Mozambique, conocí a Albé, en la playa del paraíso en el oceáno índico. Luego de conversar un largo rato con él sobre nuestras respectivas aventuras, le comenté que me iba a ir a acampar en la playa porque los hostales allí eran muy caros para mi presupuesto. Albé me dijo: - “de ninguna manera, te vienes al mío y acampas en él, dónde acampo yo, yo te lo pago y no te esfuerces en negarte”. No sólo Albé me pagó las acampadas de 11 dólares por día, sino que se encargaba de comprarme el almuerzo y la cena porque según él, estaba demasiado flaco y tenía que comer.
Allí, en ese magnífico escenario, tan auspicioso para descansar el cuerpo y la mente y reflexionar sobre mi vida, recobré energías para embarcarme en uno de los tramos más duros de todo el viaje hasta el momento, cruzar el pequeño reino de la montaña de Lesotho. Lo que no sabía en esos días de paz y serenidad, es que muy pronto me encontraría inesperadamente, por primera vez en mi vida, cara a cara con la muerte.
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