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Si el dinero hace falta, se pide


A veces deben suceder tragedias humanitarias como los genocidios para que ciertos países, irrelevantes ( y a veces desconocidos absolutamente) para casi la mayoría de la gente, aparezcan en el mapa de la humanidad, como es el caso de Ruanda, que de la mano de su brutal genocidio de 1994 ha entrado en la memoria de la historia para siempre. Pero hay casos en los que no importa cuánto sufrimiento ocurra, ni siquiera llegan a tener el privilegio de ser notados por un mundo que ignora lo que no le importa, como es el caso del país vecino de Ruanda. Burundi ha contado con su propio genocidio, también entre Hutus y Tutsis, seguidos por décadas de guerra civil, hambre y pobreza, pero son muy pocos los que parecen haberse enterado. La pregunta más frecuente que recibo cuando digo "Burundi" es: ¿Y eso qué es? Al país olvidado entramos luego de salir de Ruanda.



 La pobreza en Burundi se hace evidente en el mismísimo puesto fronterizo cuando un sonriente oficial en una casita de ladrillo venida abajo, sin luz ni puertas, anota manualmente nuestra entrada al país con una birome sedienta de tinta, en un cuaderno enfermo de arrugas que sospecho que nadie le prestará atención. Por unos irrisorios 40 dólares tenemos permiso de tránsito de 3 días para cruzar el país entero, pero nos aconseja con picardía que si no llegamos, que le ofrezcamos unos 5 dólares al oficial de la frontera y no tendremos problemas para salir. Aunque si fuera él, por supuesto, no nos pediría nada, asegura.
   
Burundi es tan pequeñito que el país entero ocupa casi el mismo tamaño que el círculo negro con el que se marcan las capitales de los países grandes en los mapas. Es tan pobre materialmente que redefine mi idea de pobreza cuando al ir pedaleando lentamente la primera subida, dejo de quejarme cuando veo a un señor ahogado en el sudor tropical empujando descalzo con todo su cuerpo, su bicicleta cargada de leña. Parece estar desintegrándose por el calor mientras intenta recuperar el aire, cuando se detiene y me sonríe, antes de pedirme algo de dinero para comer. Reflexiono sobre todas las veces que la gente de "mi mundo", el mundo de la abundancia dada por hecho, se impresiona por la dureza de lo que hago, pero para mí claramente esto es una elección, un juego. Para Benoit, es la vida de todos los días, varias veces al día, llevar leña en su bicicleta engrosando la costra de la planta de sus pies en los ásperos caminos de tierra e inflando sus músculos. Lo que hago yo, no tiene nada de duro. 

 Más adelante, las mujeres pasan con sus palas en camino a seguir trabajando la tierra a mano, como casi todas las mujeres de Africa sub-sahariana a las que siempre les toca hacer el trabajo más duro. Se detienen intrigadas a mirarme, pero les cuesta sonreir, los rastros de un pasado y presente sufrido están presentes en ellas. Me piden dinero antes de que continúe mi camino. Más tarde una simpática señora gordita pasea con su hijo a cuestas por el costado del camino, me sonríe y me pide dinero cuando paso cerca de ella. Las mil colinas de Ruanda no se acaban en Burundi y nuestro andar lento nos pone cara a cara con la gente durante todo el camino a Bujumbura.



La disponibilidad de comida es más escasa que nunca, se limita a la pasta de harina y agua que se come en todo Africa para llenar el estómago y aniquilar la sensación de hambre pero sin realmente alimentar. Aquí en Burundi se hace con mandioca (mañoc) en vez de harina de maíz como el Ugali keniano, y los hombres que lo muelen trabajan disfrazados de blancos soñando con que quizás algún día, tengan la riqueza que imaginan que absolutamente todos los blancos tienen. Apenas se puede respirar en la habitación pero me invitan a ver el proceso y luego de la visita me piden dinero para tomarse un trago antes de que me vaya. 


 En Burundi no existen los taxis a motor, pero sí los ciclistas que hacen de taxistas. Decenas de ellos aguardan al costado del camino en las aldeas y en los pueblos para llevar sentados en la parte trasera a los pasajeros y pasajeras que por unos centavos se evitan la larga tarea de caminar cuesta abajo. En el norte de Burundi no hay estrechos planos, por lo tanto el transporte en taxi sólo es cuesta abajo. Son tantas las veces al día que estos fuertes jóvenes taxistas hacen cada viaje, que sería insostenible físicamente e inviable económicamente si tuvieran que subir pedaleando, por eso es que arriesgan su vida colgándose de las camionetas que pasan conduciendo frenéticamente a 80 o 100 km/h (y probablemente sin frenos), para subir hasta los pueblos a recoger nuevos pasajeros. La adrenalina que genero al hacer lo que hago yo, siento que es menor que la que tan sólo me genera ver a estos chicos colgados de los vehículos a veces de a dos o de a tres, sentados sobre el cuadro de sus bicicletas y tomando el manillar con la otra mano para dirigir. Cuando no van colgados, pedalean pegados a nosotros y nos piden dinero.


Si en Ruanda la gente no tiene noción de tomar distancia, aquí en Burundi es aún peor. En cada pueblo la gente nos rodea hasta asfixiarnos, hasta no poder siquiera movernos. Cuando lo intentamos, les cuesta entender que tienen que moverse, y si nos quedamos quietos se quedan todos al lado nuestro mirándonos como si fuéramos extraterrestres. Nadie tiene malas intenciones aquí, se nota que son gente amable y curiosa, increíblemente sorprendida de una realidad que les es tan ajena que les resulta incompresible. Mientras nos escrudiñan minuciosamente, todos encuentran el momento para pedirnos dinero tímidamente.


La salida de las montañas y luego de Bujumbura nos arroja a las orillas del siguente de los grandes lagos de Africa que tocamos, uno de los más hermosos que he visto, el lago Tanganyka con sus cristalinas aguas turquesas y un largo de 650 km pasando por 4 países. Por allí continuamos hacia la frontera tanzana pasando por pueblitos de pescadores donde los niños nos persiguen riéndose y poniéndose en frente de nuestra cara ni bien nos detenemos. Son muy simpáticos pero también muy  insistentes y todos sin excepción nos piden dinero. Detenerse a apreciar la maravilla que es este lago se hace increíblemente difícil porque no se puede estar tranquilo por más de 4 segundos, y como si fuera poco es un día de tormenta, lo que le resta aún más belleza. Sin embargo no hay mucho que podamos hacer porque tenemos tan sólo mediodía más para terminar de cruzar el país con la visa de tránsito, así que no podemos quedarnos más tiempo. 


Todo es muy precario en los pueblos, pero hasta cierto punto, los burundeses han aprendido a hacer su propio arte con su escasez de recursos para poder embellecer un poco las pobreza que se esconde detrás de las paredes. Los frentes de los negocios son pintados con un arte que no había visto hasta el momento, pinturas muy kitsch pero que también resultan muy cómicas, y que se usan para definir los servicios de las tiendas. La ilusión de tridimensión dada por la perspectiva inventada en el Renacimiento, no ha llegado a Burundi hasta el momento. 




El cuarto día llegamos finalmente a la frontera con Tanzania, con la visa vencida por un día, preparados para pagar una multa o tener que lidiar con un soborno, al cual sé que me rehusaré rotundamente, pero en el puesto fronterizo nadie parece siquiera notarlo y nos sellan el pasaporte con una sonrisa. Son 18 km por un salvaje sendero de tierra roja intensa en lo alto de las montañas hasta el puesto fronterizo de Tanzania. Es sorprendente ver que esta tierra de nadie está muy habitada, con aldeas y gente que pasa a nuestro lado yendo y viniendo de los campos. Por suerte aquí ya nadie parece querer venir a rodearnos. Estamos en plena Africa rural donde al final del día, las mujeres vuelven a casa con las bolsas en la cabeza, envueltas en sus llamativos vestidos de colores que contrastan con el verde de las montañas. Su andar descalzo sobre la tierra es suave, y tiñe de rojo las plantas de sus pies. Este es el paso lento de Africa que me cautiva y por suerte no rompen esta paz de aldea pidiéndonos dinero, sino que sonríen al vernos pasar a medida que el sol cae en el lago detrás de ellas.


Adiós Burundi
 
Se acaba el día y antes de alcanzar la frontera nos despedimos con un atardecer deslumbrante sobre el lago Tanganyka, de esos que serán muy difíciles de olvidar. Quizás haya que pasar más tiempo en Burundi para entenderlo, 4 días son ciertamente muy pocos para evaluar un país, pero los estragos de la necesidad económica y el resultado de décadas de guerra civil y masacres, no lo hacen un país fácil para viajar. Como en toda Africa negra, ser blanco es sinónimo de ser millonario, no importa cuán embarrado y mugriento estés en tu bicicleta de gitano; tu color te define como rico todopoderoso en la cabeza de esta gente que no puede sacarse esta idea de su cabeza. Se nota que aquí se ha sufrido y aún se sufre mucho, y cuando ven un blanco pues bueno, le piden dinero porque es rico y si lo es le sobra, entonces viene para regalarlo (como hacen tantas ONG's occidentales). En consecuencia, es muy difícil establecer un vínculo genuino con la gente local porque casi siempre, eventualmente buscarán que les des dinero al final de todo intercambio, y esto pone una barrera interna en el fluir de las relaciones que uno establece. Darles dinero no es solución de nada sino empeorar un problema ya bastante serio en muchas partes de Africa. Así y todo, los burundeses son muy amables, simpáticos y sobre todo dignos, en ninguna oportunidad nos han tratado de estafar con precios más caros por ser blancos, como es costumbre en tantos otros países de la región. Todo esto no es poca cosa en un lugar donde la escasez define la vida y el hambre es una constante que no todos los días puede saciarse. Con el ameno recuerdo de estas sonrisas sencillas en un país de tristezas me voy de Burundi.   

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