En mis años de viajar, tanto de
mochilero como de viajero en bicicleta, me he deslumbrado más de una
vez con lo que el mundo tiene para ofrecernos. Sus paisajes,
ecosistemas y fenómenos son algunos de los motivos que siempre me
mueven a querer ir más allá, ver más y sentir más, e Indonesia,
nos recibiría desde el comienzo con una sobredosis de emociones
sensoriales, de esas de las cuales es difícil volver atrás. Difícil
en el sentido de que luego de derrochar tanta adrenalina durante las
experiencias, al dejarlas atrás, uno se pregunta -cómo volveré a
sentir algo después de esto?
De Tawau, en el Borneo malayo,
salimos en una lancha colectiva. Ibamos en camino a la isla de
Tarakan, en Kalimantán, Borneo indonesio. Indonesia, no sólo nos
recibió con calor y adrenalina, sino con una inmensa hospitalidad.
No sabíamos nada de Tarakan cuando llegamos y en ningún hotel
barato encontrábamos lugar. Luego de un par de horas rodando por la
isla ya sin rumbo, un señor mayor se pegó a mí con su moto a
entablar una conversación conmigo. Le dijimos que no teníamos dónde
dormir y que sólo necesitábamos un pequeño espacio de jardín
donde poder montar nuestra mosquitera. Edy, de 75 años, un marinero
retirado que había viajado por todos los puertos del planeta y sabía
comunicarse en unos 7 idiomas, nos dijo que no había problema
alguno, que nos llevaría a casa de su sobrino y allí podríamos
acampar. Edy tiene la energía y la salud de un hombre de 40 años
menos y nos hablaba y atendía con la dulzura de un abuelo. Al llegar
a la casa de su sobrino, ni él, ni su familia nos permitieron
acampar, no, de ninguna manera, afuera no. Nos prepararon una
habitación en el acto, exclusiva para nosotros, el baño con toallas
para poder bañarnos y nos fueron a comprar la cena. Así nos recibió
Imam, el inmensamente afectuoso sobrino de Edy, un fanático
empedernido del fútbol, que estaba fascinado conmigo por ser
argentino y con Julia por ser de Barcelona. Imam tenía en la puerta
de su casa un cartel que decía: “MESSI, ARGENTINA, BOCA JUNIORS”.
Nombró a tres de sus hijos: Claudio (Caniggia), Gabriel (Batistuta)
y Pablo (Aimar), todos jugadores argentinos, y lo decía con orgullo.
El cuarto hijo le salió nena, qué desdicha! Ninguno nació Diego, a
ningún buen musulmán le gustan las drogas. Maldito karma el mío,
no quería partirle el corazón y decirle que soy el único argentino
que detesta el fútbol, Imam estaba superado por la felicidad por
tener un argentino en la casa (único en el mundo creo jajaj) y no
exagero, estaba realmente emocionado. Así nos recibió Indonesia en
nuestro primer día, con esa fuerte hospitalidad tan característica
de los países musulmanes.
Pesadillas trignométricas
En Tarakan, teníamos dos opciones,
tomar el atajo e ir en barco directo a Sulawesi o bien pedalear un
durísimo camino de 750km atravesando la selva escasamente habitada
de Kalimantán hasta Samarinda y de allí cruzar al sur de Sulawesi.
Los que me leen hace tiempo sabrán ya, que elegimos la segunda
opción. En una pequeña lancha colectiva donde nosotros entramos
como sardinas en lata, y a duras penas entraban las bicicletas,
salimos de Tarakan, primero navegando una hora por el mar y luego
entrando por un delta selvático que derivó finalmente en el pequeño
pueblo de Tengjung Selor de donde salimos ni bien desembarcamos. No
pasaron más de 5km luego de salir del pueblo, que nos montamos sobre
una ruta que es lo más parecido a una montaña rusa. Rodar por aquí
me trajo un recuerdo horrible de la escuela: trigonometría. Las
subidas y bajadas excesivamente empinadas que comenzaron aquél día,
me hicieron sentir que estaba pedaleando por una exhaustiva curva
sinusoide que se repitía sin fin. Se sentía como trigonometría
sobre ruedas, aunque al menos ahora las ruedas eran redondas, y no
cuadradas como lo sentía cuando tenía que estudiar trigonometría
en la escuela y la universidad. La curva sinuosoide no nos dio ni un
minuto de respiro, era una montaña rusa constante, subir subir
subir, lento, trabajosamente, a menos de 5km/h, teniendo que
zigzaguear para poder lidiar con la pendiente y reducir el uso de los
músculos, con el corazón bombeando a más no poder,
desesperadamente queriendo salirse por la boca, maldiciendo cada
gramo de peso que uno lleva; para luego soltarse en una bajada a pura
descarga de adrenalina, a más de 60km/h, y tratando de ganar la
mayor velocidad posible de alcanzar, para lograr el mayor empuje
posible de alcanzar, que nos permitiera ganar la mayor cantidad
posible de metros sobre la siguiente subida, la cual comenzaría
inmediatamente después de la bajada.
Así avanzamos los primeros exhaustivos
120km hasta Berau, la primera y última ciudad que veríamos en estos
750km de caminos salvajes. Fue 16km antes de llegar allí donde un
jóven se acercó a mí en su moto a preguntarme si necesitaba algo.
Era cerca del final del día, no sabíamos nada de Berau y le
preguntamos si sabía de un lugar dónde poder quedarnos a dormir. Me
dijo que no me preocupe, que contactaría a unos amigos para
ayudarnos. Lo que no sabíamos, era que estábamos hablando con un
miembro de la comunidad de ciclistas de Berau y que luego de
despedirse de mí, llamaría a toda la comunidad para anunciar que
dos extranjeros en bicicleta iban en camino. 5Km antes de llegar,
vimos a tres ciclistas pasar, nos estaban buscando. De a poco se
fueron sumando más y nos escoltaron hasta su búnker. Allí vinieron
al menos 15 ciclistas a vernos, a sacarse fotos con nosotros, a
preguntarnos cosas con fascinación. El mecánico entre ellos alinió
nuestras bicicletas gratis, nos trajeron jugos para hidratarnos y
concluyeron que entre toda la comunidad, nos iban a invitar a cenar y
luego pagar una habitación de hotel en la ciudad para que pudiéramos
dormir bien. Uno de ellos, periodista director del periódico local
más grande, nos hizo una entrevista, el fotógrafo nos sacó fotos,
y para el día siguiente a las 6am, estábamos en la portada de todos
los diarios de la ciudad.
A las 7am del día siguiente, unos 25
ciclistas nos esperaban en la puerta del hotel para pedalear junto a
nosotros, los primeros 30km en camino a Samarinda. Nos regalaron dos
cascos (grrr). Ellos mismos, se quedaban atónitos al decirles que
iríamos a Samarinda en bicicleta. Nos decían que el camino estaba
destrozado, que no había tráfico, que era todo jungla, con
pendientes terribles, que no había casi nada de gente, que a los
pocos que iban en auto, les llevaba unas 28hs completar los más de
600km. Viniendo de ciclistas, algunos de ellos profesionales, les
digo que esto llegó a intimidarnos bastante. Realmente no sabíamos
con qué nos íbamos a encontrar.
casco sólo para la foto :p |
La selva es vida
Generalmente,
hay siempre una contrapartida a caminos tan duros, y la contrapartida
en este caso fue una experiencia de esas inolvidables, de las que
deja sin palabras: estar en la selva. Describir la experiencia de
estar cruzando una selva, es por definición una tarea inútil,
porque es imposible poner en palabras la infinidad de estímulos que
surgen del mero hecho de estar ahí mismo. Si tuviera que intentarlo,
diría que la selva es vida, y no porque los demás ecosistemas sean
menos “vivos” sino porque es en la selva, donde más que en
ninguna otra parte, se siente el vibrar de miles de millones de
especies animales y vegetales que la habitan, y la furia de los
fenómenos climáticos y atmosféricos que la hacen posible. Es como
si tuvieras a un gigante respirando en tu nuca, vibrando en todo
momento, está ahí, pero no lo ves, parece algo enorme y sabes que
es salvaje e indómito. La selva nunca está silenciosa, está
siempre zumbando, a veces zumba tanto que cuando vas pedaleando te
dan cosquillas en el cuerpo. La perfecta armonía de una orquesta de
quién sabe cuantos millones de pájaros exóticos e insectos sonando
al unísono era magia para los oídos. A veces me resultaba imposible
creer cómo sonidos tan disímiles podían armonizarse para producir
tan perfecta sinfonía, tal como si se hubieran puesto de acuerdo
para dar un concierto multitudinario. Y aún así, uno mira
alrededor, y a primera vista no ve nada más que selva literalmente
impenetrable, volviendo invisible a todos aquellos organismos que
viven en ella y de ella. Se extiende indefinidamente en el horizonte,
la cantidad de especies de árboles es imposible de contar, algunos
asoman por sobre los demás a 30-40mts de altura. De no ser por el
constante zumbar, parecía que no hubiera absolutamente nadie allí,
pero bastaba dejar de rodar un minuto y quedarse en silencio para
comenzar a percibir movimientos, desde los más sutiles entre las
plantas en el piso, como el de hormigas, escorpiones, cienpiés
gigantes, culebras, víboras, lagartijas, reptiles; hasta los más
ruidosos, comunidades de monos saltando al vacío en las alturas,
yendo de copa a copa de árbol, pájaros que producen los cantos más
impresionantes e inimaginables que alguna vez haya escuchado y uno de
los más emocionantes, ver orangutanes salvajes que huían
tímidamente entre los matorrales al percibir nuestra presencia. La
selva, es un todo perfecto, orgánico, sonoro, armónico, es pura
vida en su máxima expresión. Es tan grande e inabarcable que
ninguna foto puede acercarse a representar la infinidad de fenómenos
que se producen en ella, es lo más frustrante que viví como
fotógrafo: la magnitud de su escencia es infotografiable.
Apaguen el sol
Tal
como nuestros amigos de la comunidad de ciclistas de Berau lo habían
anunciado, luego de 30km, el camino se volvió aún más duro, porque
desde Tengjung Selor hasta allí, la ruta, a pesar de ser una montaña
rusa sinusoidal, estaba asfaltada, pero de ahora en adelante era un
pedregal, de a ratos imposible, y nos obligaba a bajarnos y empujar.
Las pendientes no disminuían, ni hacia arriba ni hacia abajo. El
ingeniero que hizo esta ruta no se fue con rodeos, en vez de hacer
las subidas a curva y contracurva habituales de las montañas dijo:
“ma'si! Tendamos una línea recta y listo!!”.La selva es todo
menos plana. Como practicamente nadie conduce por esa ruta, el acceso
al agua se limitaba a unos pocos paradores de mala muerte que se
encontraban a no menos de 30km de distancia entre cada uno, la cual
puede parecer poca, pero considerando que tan sólo podíamos avanzar
entre 45 y 55km al día por la dureza del camino, los lugares con
acceso a agua y comida se limitaban a uno, o con suerte, dos por día.
Durante los primeros días tuvimos que llevar un exceso de peso de
hasta 10kg solamente por cargar agua y comida. Con esto, mi bicicleta
ya rondaba los 75kg y cada subida se me hacía más y más pesada.
Julia, por su parte llevaba ya unos 50kg y enfrentaba por primera
vez, un camino realmente duro, el más duro que había hecho hasta el
momento. Podría citar la misma lista de dificultades de siempre, y
así como en el Tibet citaba la altura, acá lo más duro era
soportar el altísimo calor húmedo tropical. A las 6 am ya era de
día y se respiraban los vestigios del frescor de la noche, a las 7am
ya se sentía el suave calor del sol en la piel, a las 8am ya hacía
calor y comenzábamos a sudar fuerte, a las 9am la humedad entraba en
efecto y el día se volvía un caldo, a las 10 am ya se hacía
difícil de tolerar sentir el sol en la piel, a las 11am se pasaba a
sufrirlo y a las 12 del mediodía, de no haber nubes, pedalear era un
acto suicida y debíamos parar, sí o sí. El calor en la selva es
tórrido, húmedo, asfixia, tener el sol de frente era insoportable,
y tenerlo detrás, era como tener a alguien planchando sobre nuestra
espalda. Avanzábamos a un paso lentísimo, el cuerpo chorreando agua
por doquier, nuestra ropa sintética y “respirable” totalmente
empapada como si nos hubiéramos sumergido en una piscina. En la
selva, uno entiende que el órgano más grande del cuerpo es la piel,
se suda por todas partes, por partes que en las condiciones más
normales de calor no se se suda, brazos, pies, orejas, dedos, las
palmas de las manos chorreaban tanta agua que se me resbalaba el
manillar de la bicicleta en las subidas y perdía el equilibrio. De
no prestar atención, la deshidratación era rápida e inminente,
debíamos consumir agua constantemente, agua calentada por el sol por
cierto, un asco, 4,5,6 litros de agua se bebían como si nada y lo
más impresionante es que esto no incrementaba la cantidad de veces
de hacer pis, porque todo el agua se iba por los poros. Los mediodías
eran infernales, los pasábamos en alguna cabina de leñador
abandonada o cualquier lugar donde hubiera sombra. No se podía hacer
nada hasta las tres de la tarde. En cierto sentido, pedalear por
estos caminos se sentía como una purificación del cuerpo. La
aparición de un grupo de nubes que bloqueara el sol aunque sea por
un ratito, era una bendición que daba el respiro necesario para
poder continuar con estos días interminables, pero aún así nunca
eran suficientes. El gran regalo vendría en algún momento del día.
La selva se auto sustenta y regula, durante toda la jornada iba de a
poquito construyendo unas nubes que asustaban al verse, eran negras,
infernales, anunciaban el advenimiento de algo muy poderoso. El cielo
comenzaba a tronar e indicaba que había que buscar refugio pronto.
En ese momento, la selva acallaba, se volvía más silenciosa, como
si estuviera a la espera de algo. Allí caía una gota, dos, tres y
luego de un par de minutos devenía el diluvio universal. No hay otra
manera de describirlo. Llovía tanto y tan grueso que no se veía, el
ruido de la caída de agua parecía que taladraría el piso. La
descarga es tal, que en las casillas de leñadores se ponen barriles
para capturar el agua de lluvia. Los barriles se llenaban en minutos
a una velocidad que alucinaba. La lluvia es casi la única fuente de
agua en la selva, se usa para hervir y beber, para bañarse, para
cocinar. Durantos los 20 minutos que duraban los vendavales, se podía
volver a respirar, la lluvia lo revivía todo, el verde parecía
vibrar de esplendor inflando a la vegetación, los animales se
volvían locos de alegría. En momentos así, uno se emociona ante el
orden majestuoso de la naturaleza.
A las tres de la
tarde, a pesar de nuestra reticencia, llegaba la hora de continuar.
Todo aún arde y se sufre, pero los días en el trópico son cortos,
había que avanzar. A las cuatro, el sol parecía quemar aún más y
uno no veía la hora de que el maldito día acabe, a las cinco ya
empezaba a amainar y tan sólo 45 minutos después comenzaría a caer
la noche. Y con la noche llegaba más magia, la bendición del
frescor que liberaba la vegetación, la luna gigante aparenciendo
entre las nubes en el horizonte tras las siluetas de los árboles,
millones de estrellas encapotando el cielo. De no ver posibilidad de
lluvia, hacíamos un fogón para cocinar y luego colgábamos la
mosquitera entre los árboles para caer dormidos con la exquisita
sinfonía de millones de bichos que servirían de orquesta nocturna.
Era tan lindo estar acostado mirando las estrellas y escuchando tan
sublime sinfonía que todo el sufrir del día se desvanecía, y uno
quería vencer al cansancio sólo para poder experimentar un poco más
la belleza de la noche cuando el sol finalmente estaba apagado.
Heridas que no sanan
La
cantidad de bichos y alimañas que habitan en la selva es infinita y
a veces es mejor no verla porque aterra. Cuando uno necesita ir al
baño en la naturaleza y camina por un grueso colchón de plantas sin
ver que hay debajo, está caminando sobre territorio impredecible. A
veces, algunas de las alimañas con las que podíamos dar
accidentalmente, se salían del camino y quedaban al descubierto en
el medio de la ruta, dándonos una idea de a qué debíamos
atenernos.
BIchitos del camino. Para referencia de escala. Yo calzo 45 |
No sé qué
condiciones ocurren en este trópico, pero aquí las heridas no sanan
y se pueden llevar abiertas por semanas, causando mucha molestia y
dolor. Como siempre los mosquitos son la peor pesadilla. Aquí, una
picadura de mosquito primero se volvía una montaña, luego de
rascarse unos minutos se abrían por la punta y quedaban abiertas, se
infectaban y extendían el escozor por varios días, tanto, que uno
quería cortarse los tobillos. A veces, uno ni siquiera sabe qué le
picó, la mosquitera es eficiente para bichos voladores pero por el
piso se filtraban siempre hormigas gigantes, arañas, cienpiés.
Durante tres semanas tuve una picadura de origen anónimo en el pie
que se infectó y llevé abierta por semanas, sin poder lograr una
manera de que se cerrara. A veces el dolor era tanto que sentía el
dedo latir al sacarme las zapatillas y rengueaba al caminar.
3 semanas sin sanar, un dolo impresionante |
Julia
por su parte tenía varias picaduras abiertas en ambas piernas, aún
peor que yo, algunas de mosquitos y otras de I.N.I ( insectos no
identificados ) Pero estas heridas sabríamos que eventualmente
sanarían, hay otras que son permanentes, las que los humanos
causamos en nuestro medio ambiente.
La palma es muerte
Estas
experiencias intensas en la selva nos hicieron más que nunca amar la
naturaleza y valorar su majestuosidad. Luego de 350km alcanzamos un
claro de jungla en Muara Wuhau, un pedazo de preciosa jungla
exterminado para cultivar la peste de la palma de aceite. Si antes
usé vida para definir a la selva, ahora, claramente puedo decir que
la palma es la muerte. Cuando comenzamos a atravesar el enorme
monocultivo de la palma, lo primero que nos golpeó fue el silencio
(cuando los camiones dejaban de pasar). El silencio aturdía y
atormentaba, representaba la desaparición de aquellas dulces
sinfonías que nos habían acompañado día y noche, representaba la
muerte de todos aquellos organismos que alguna vez habían estado
ahí. Indonesia, como su vecino siniestro, también está en la
rápida carrera de exterminación de su preciada jungla a cambio de
cash rápido. La altísima corrupción, la avaricia de siempre de
unos pocos criminales que no tienen ni la más mínima apreciación
de lo que es la vida y la pobreza, son factores que hacen que este
proceso parezca tristemente irreversible. Queda mucha selva aún pero
muy poca considerando lo que alguna vez habrá sido el Borneo salvaje
y todo indica que la situación empeorará a un paso más rápido.
Cuando el cinturón aprieta hay cosas que son más importantes. La
pobreza mueve a la gente a hacer esto para comer. A veces pienso
autocríticamente y me digo: qué fácil es ser ecologista cuando no
es uno el que vive al pie del cañón cada día sin saber si hoy
podrá alimentar a su familia. La avaricia ignora la vida y la
pobreza como siempre ejecuta las órdenes porque no tiene otra
opción. Cómo se le explica a una persona muy pobre que se mudó a
Kalimantán para destrozar la selva y plantar palma por centavos, que
lo que hace es nocivo, si eso es lo único que encuentra para darle
de comer a su familia y mejorar su condición de vida? Es un circulo
vicioso que no tiene fin y muestra lo claramanete enfermo que está
el mundo.
Tribus
ancestrales
Luego de salir de
la región de la peste de la palma volvimos felizmente a la jungla,
pero ya había más tráfico y la experiencia no resultaba tan íntima
a medida que ganabamos kilómetros en nuestro camino a Samarinda. En
esta parte pudimos visitar algunas tribus Dayak, quienes han vivido
en Kalimantán desde el inicio de los tiempos. Las generaciones
mayores, como había sido el caso también en la Cordillera filipina,
muestran con sus cuerpos y costumbres los rasgos de un pasado
completamente distinto. Cuerpos tatuados completamente, estiramiento
del lóbulo de las orejas, confección de artesanías autóctonas.
Las mujeres se
sientan en el piso de las casas tradicionales durante todo el día
confeccionando artesanías locales. Era imposible comunicarse ya que
sólo hablan dialectos locales. Desafortunadamente, las generaciones
jóvenes han sido absorbidas por el presente y no muestran conexión
directa alguna con sus ancestros.
Más
destrucción
Como si la peste
de la palma fuera poco, Kalimantán tiene otra desgracia, la de sus
preciados recursos minerales. Ya entrados en zonas pobladas de la
selva, veníamos subiendo por una de las ya incontables subidas del
camino y al llegar a la cima, avistamos un cráter gigantesco, algo
que nunca había visto antes, de dimensiones siderales. Era una mina
de carbón a cielo abierto, parecía como si una pala mecánica
hubiera arrancado un pedazo de planeta. El cráter era tan pero tan
grande que reducía a los camiones a meros puntitos amarillos, tal
como los de una pintura puntillista, moviéndose por caminos
serpenteantes que descendían a las profundidades del cráter. Varios
de los gigantes mineros del planeta, comenzando por el monstruo
australiano Río Tinto, abusan de la corrupción local y están
devastando miles de hectareas de selva para explotar más carbón.
Tienen tanto dinero, que ellos mismos abren caminos nuevos asfaltados
para que la llegada de los camiones al puerto sea lo más rápida
posible y los construyen mucho más rápido que el gobierno. Una vez
en el puerto, el carbón sale en barcos directamente a Europa,
Australia, China, EE.UU. Para que todo esto sea posible, hay siempre
disponible un batallón de gente pobre dispuesta a ejecutar todo
esto, en las peores condiciones claro, porque el costo final para el
mercado internacional siempre tiene que ser el más bajo.
Lo que había
empezado con una experiencia sublime por una de las selvas de mayor
biodiversidad del planeta fue degenerando en lo que hoy llamamos
realidad, una deprimente realidad. La realidad de la autodestrucción
de nuestro planeta conllevando la aniquilación de nuestros recursos.
Por esto, creo que nos merecemos todos y cada uno de los males que
nos ocurren. En los días finales, ya un poco con un gusto amargo,
cruzamos finalmente la línea del Ecuador, el punto hasta está
indicado en la ruta. Las subidas y bajadas no dejaron de cesar ni
por unos míseros kilómetros hasta muy poco antes de Samarinda. El
calor en toda esta franja ecuatorial nos hizo sudar hasta la última
gota posible de concebir. Llegamos a la ciudad portuaria de
Samarinda, que nada tiene de linda, agotados, pero felices de haber
terminado con 750km que nos hicieron vivir lo más preciado de lo que
queda de nuestra naturaleza de manera única. En Samarinda, nos
encontramos que nuestra nota había llegado al períodico de la
ciudad también y hasta gente en la calle nos reconocía. Allí
también hicimos nuevos amigos indonesios y pasamos algunos días
decansando, comiendo mejor calidad de comida y esperando el barco a
Pare-Pare en el sur de Sulawesi.
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