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Gente de tierras altas y espíritu de hierro

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Vida de nómadas

  El comienzo me engañó. Al tomar el desvío que me conduciría en camino hacia Amnyemachen venía refrescando en mi cabeza los momentos increíblemente duros por los que habíamos pasado junto a David las dos semanas anteriores; y al pedalear bajo el sol, con un poco menos de frío y yendo en bajada, pensaba que realmente de aquí en adelante el camino sería más sencillo por el resto del viaje. Acaso, cuánto más difícil que las semanas anteriores podría ser? Estaba optimista.
 Durante las primeras decenas de kilómetros, en extensa pero paulatina bajada, bajé desde 4400 hasta 3980 metros. El camino, más que camino, era una travesía lunar. Avanzaba al son del aflojar cada uno de los tornillos de mi bicicleta, los pozos eran cráteres, y de a ratos, el camino adquiría forma de zanja profunda, como si otrora en alguna era geológica hubiera pasado un río profundo por allí.



  Pero luego de aquellos 40km de relativa gracia, alcancé Xia Dawo, un pueblucho de pocos atractivos estéticos , situado en una suerte de depresión geográfica, aunque habitado por tibetanos curiosos, risueños y amables. Desde antes del último descenso al pueblo, ya avistaba un macizo montañoso enorme levantándose en el horizonte y con una brutal tormenta formándose en sus alrededores; pero sólo veía un camino detrás de dicho pueblo y no era en dirección hacia aquella muralla; del sólo hecho de pensar en dirigirme a ella me causaba estupor, estupor que fue hecho realidad al poco tiempo cuando la gente del pueblo me confirmó que efectivamente debería seguir por aquel camino que aún ni siquiera veía y que de hecho atravesaría ese macizo, el gigantesco macizo de Amnyemachen y sus picos sagrados.

  Y al salir de Xia Dawo, luego de almorzar bien y tratar de mentalizarme para lo que vendría, entendí por qué no había visto el camino; porque no era más que el mismo sendero de tierra destrozado por el que había llegado hasta allí, sólo que saliendo del pueblo, de a momentos se fundía completamente con el terreno lindante y desaparecía. Y por allí es que me tocó comenzar a subir, porque tan sólo 5km luego del pueblo ya tenía delante mío una enorme subida y como si fuera poco la tormenta ya estaba casi encima y a los pocos minutos comenzó a nevar. Como todavía estaba en las cercanías del pueblo encontré una casilla abandonada en la cual refugiarme, en la cual pasé 20 minutos esperando hasta que la nevada aminorara. En la primera chance que tuve volví a salir. Seguía subiendo y el entorno se transformaba en más y más dramático y aislado. No había ni un alma ya y por las condiciones del camino tampoco tenía muchas esperanzas de encontrar a alguien.



Seguí avanzando como podía, pero el clima seguía deteriorándose y mi estado de ánimo, el frío y el cansancio no ayudaban. Luego de unas dos horas, pasados los 4200mts de altura, se desató una feroz tormenta de nieve, nevaba tanto y tan espeso que no veía más que unos pocos metros delante mío mientras hacía malabarismos para mantener la bicicleta rodando, pero simplemente no tenía donde detenerme y en aquel momento tampoco era oportuno intentar montar campamento. No sé cuanto tiempo pasé en esta odisea hasta que adelante avisté una manada de yaks descendiendo la montaña. Eso era símbolo de que habría nómadas cerca. Y luego de seguir avanzando a paso de caracol fue cuando encontré dos tiendas. Fue un momento mágico. No sólo por haber encontrado refugio, sino por poder vivir un poco lo que es la dura vida de los nómadas en estas regiones aisladas. Si bien no entendían mucho que hacía yo allí con una bicicleta, debían seguir con su ardua tarea de atar sus yaks y organizarlos alrededor del campamento. Era ya el final del día y los bajaban de las altas pasturas.


El viento en un intento de invertir la gravedad, era tan violento que nevaba casi a 180 grados de inclinación. Todos los hombres, las mujeres y el único joven del campamento actuaban en conjunto para terminar con esta difícil tarea bajo el rigor de tan ásperas condiciones. 


 El yak, a pesar de su imponente aspecto y enorme tamaño, es un animal de carácter bien tonto. A los nómadas les es muy trabajoso lograr atar cada uno ordenadamente, no tanto por el clima sino por la torpeza con la que los yaks se tropiezan, se enganchan, se enredan, se asustan, se chocan unos a otros.


 Una vez los yaks en su lugar, pasamos al refugio de la tienda, que a pesar de sus finas paredes de tela de lana de yak sacudiéndose con el viento, era capaz de conservar un nivel relativamente confortable de calor. Tashi  y su familia me contaban permanecían unos 5 a 6 meses allí arriba, desde mitad de la primavera hasta mitad del otoño. El resto del tiempo descienden a los pueblos más cercanos para pasar el crudo invierno. Porque claro está que esta "nevadita" otoñal de hoy mucho distaba de las nevadas invernales, donde la nieve acumulada es tan profunda que los yaks no llegan a hundir su trompa lo suficiente para poder pastar.
 

 El clima dentro de la tienda es el de una gran familia, los hombres se relajan y conversan, las mujeres chimentan y se ríen entre ellas mientras cocinan, y como si fuera poco me tratan como a un invitado de honor. 


Tashi y su familia, como la mayoría de los nómadas tibetanos viven tradicionalmente de la cría de sus yaks y sus ovejas. Con un haber de unos 200 yaks y unas 300 ovejas tienen lo suficiente para llevar una vida cómoda. Sus yaks son su posesión más preciada, no por su precio sino por el valor que todo tibetano sabe que tiene el animal sin el cuál seguramente su existencia no sería jamás la misma, aún quizás ni siquiera posible. Los tibetanos aman a sus yaks y Tashi vende tan sólo uno cada tanto, en los mercados de los pueblitos desde los cuales son transportados a los centros urbanos donde existe una creciente demanda de la carne de dicho animal. Se pagan entre 3500 y 5000 yuanes dependiendo de su peso y su edad. Para ellos no es un fin en sí mismo vivir de la venta de yaks para el consumo masivo sino un medio de acceso al dinero en efectivo, a veces necesario para sobrevivir en un mundo donde la globalización los alcanza hasta a ellos mismo.
  Pasaron las horas y comimos a lo grande. Me sirvieron un potente guiso caliente con no sé qué cosas adentro, pero con tanto hambre y tanto cansancio acumulados, aún si no me hubiera resultado genuinamente delicioso, lo hubiera comido igual y disfrutado. La sorpresa vino al salir de la tienda, cuando habiendo pasado la tormenta durante la cena, me encontré con una noche deslumbrante, un cielo con millones de estrellas y la luna casi llena iluminando casi como un reflector el paisaje montañoso todo nevado y brillante. Los yaks ya dormían con sus lomos cubiertos por una gruesa capa de hielo.




 Hacía tanto frío que no podía quedarme quieto mucho tiempo, sin embargo, Tashi y su sobrino me acompañaban de lado a lado mientras tomaba fotos, vistiendo sus gruesos tapados pero puestos a medias, con los brazos enteros al descubierto. Evidentemente no era tan frío para ellos. Luego volvimos a la tienda donde ya me estaban preparando una montaña de mantas de yak con lana de oveja para mantenerme caliente durante tan gélida noche.

 Los nómadas tibetanos son cada vez menos, el gobierno los hostiga hasta el hartazgo para forzarlos a asentarse en pueblos o ciudades y vivir en viviendas sociales sórdidas, construidas barato y mal, sobre pobladas, a las cuales les cuesta muchísimo adaptarse sino es que no les resulta imposible. Son forzarlos a llevar vidas para la cual no sólo no están preparados sino tampoco tenían intención de buscar. Así y todo algunos sobreviven y no se resignan. Algunos se mantienen lo más lejos posible de la civilización, otros viven semi-nomádicamente y otros ya fueron absorbidos por la vorágine china.
 
  La hospitalidad de los nómadas es como si fuera un valor que es intrínseco a su naturaleza, quizás porque ellos mejor que nadie entienden la crudeza de los lugares que eligen para vivir y saben por lo que un forastero pasa cuando transita sus tierras. Lo cierto es que pasar tiempo con ellos y ver parte de una pequeña porción de sus vidas merece ser vivido porque es un recordatorio importante de los valores que no debemos perder, los más básicos, los que no tienen que ver con cosas sino con sentimientos y con emociones.

 

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