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Camino a Jyekundo.

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La primera gran barrera, un duro comienzo.

 Luego de dos extenuantes e interminables jornadas de viaje con escala en Dartsendo, a saltos y a golpes, el bus completó los 700km entre Chengdu y Kandze, el pueblo establecido como punto de partida donde ansioso (y aburrido) me esperaba David.
Casi exactamente un año atrás estaba llegando a Kandze en bicicleta luego de unos 1000 km de recorrido y volver a dicho lugar, esta vez para comenzar una nueva travesía me generaba mucho entusiasmo.
Como he contado antes, Kandze es el punto de partida hacia algunas de las zonas más bellas del altiplano. Templos, vastos grasslands, picos nevados, valles inmensos, nómades, yaks, y mucha cultura tibetana concentrada en la región.

 El placer de volver a rodar estas vastas y elevadas tierras volvió inmediatamente desde el primer día. Se puede sentir en el cuerpo. Por un lado la opulencia natural de las picos rocosos recortándose contra el cielo, los valles aún verdes en los últimos días de la primavera, los amaneceres dorados y las cúpulas de los chörtens brillando con los primeros destellos del sol; por el otro, los primeros efectos de la altura en el cuerpo, sentir el corazón acelerarse conforme al aumento del esfuerzo. Camino a Manigango, repitiendo el tramo de 100km del año pasado, paso a paso fueron reaparecieron a lo largo del camino aquellas sonrisas contagiosas, típicas de los tibetanos, aquella clase de gestos puros que de poco se van metiendo dentro de uno y que empiezan a ser la verdadera compañía durante la experiencia.

 

  El clima, en las primeras horas de la mañana acompañaba mágicamente, bañando de dorado el monasterio Gulu Gonpa, con la recompensa, en esta vuelta, de poder ver los picos descubiertos flanqueando el templo. El camino es un suave pero extenso ascenso desde los de Kandze a 3360mts a los 3990mts de Manigango.
El desarrollo chino avanza ya sobre estas tierras. A diferencia del año pasado, hoy se ha acorralado aún más a los nómadas; sus yaks ya no caminan libremente de lado a lado del camino sino que se encuentran cercados, a manera de corral, por alambres de púa que sectorizan el alcance de cada tienda nómada. Los camiones transportadores del desarrollo rugen a su paso, levantando polvo y acarreando miles de kilos de piedra partida que servirá de base para el nuevo asfalto. Los tiempos siguen cambiando y los nómadas verán más y más, coartada su libertad.  

 
  Cómo es típico a fines de septiembre, en la franja entre los 3000 y 4000 metros de altura, durante la tarde el clima desmejora caprichosamente y de un espectacular día soleado, se puede pasar a un brutal temporal en tan sólo algunos minutos y así fue como un vendaval y una brutal tormenta eléctrica despidieron el primer día. Los nómadas, cálidamente nos invitaron a su tienda, donde pasamos la noche refugiados. Afuera, en la oscuridad más absoluta la tormenta se desataba con furia, el crujir del estiércol de yak alimentando la estufa, haciendo chispas, se intercalaba con el sonido de la lluvia golpeando en la tienda, cuyas paredes de tela revoloteaban en el viento y se encendían, incandescentes, con el destello de los constantes relámpagos.
 Manigango marcó el punto del desvío a Derge; pero completar los 110km de distancia para alcanzar dicho pueblo incluía el primer gran desafío de la travesía, sortear el paso de Tro-La, que como una muralla se levanta 5050 mts de altura separando dos inmensos valles. No es únicamente la gran altura de este paso lo que constituye el desafío sino el hecho de que hay que cruzarlo tan sólo tres días después del comienzo de la travesía, lo que significa que el cuerpo aún se encuentra en pleno proceso de aclimatación. Durante este proceso, el cuerpo está tratando de aprender a funcionar con mucho menos oxígeno del habitual; la sangre se vuelve más espesa y el corazón necesita duplicar o triplicar el esfuerzo para bombearla y hacer llegar el nivel de oxígeno que demandan los músculos para funcionar.
 Inmediatamente saliendo de Manigango se entra en un valle verde inmenso, rodeado de montañas y picos, desde allí, son 40km espectaculares de camino de tierra en mal estado y de incesante subida. Al poco tiempo alcanzamos el Yilhun Lha-Tso, el lago en el cual había acampado el año anterior con un clima siniestro que me vedó las visuales que había ido a buscar. Esta vez, tuve mi feliz revancha, y a pesar de caer en la peor hora para la fotografía, desde el camino pude ver las vistas que las nubes me habían privado un año atrás. Maravillosas.
   
  

  La subida es creciente y se va a haciendo más y más duro a medida que se incrementa la altura. El cuerpo va sintiendo cada cambio con cada metro de ascenso. El peso que uno lleva al viajar en bicicleta es siempre un motivo de preocupación de todo cicloviajero, y se invierte mucho tiempo en pensar cómo reducirlo, pero a veces tengo la sensación de que el peso en realidad, es en cierta medida, una ilusión de peso, que fluctúa acorde a la pendiente que nos toque afrontar. Y es ciertamente en subida y en altura y por un camino malo, cuando el peso parece quintuplicarse. 
 La gran energía y el entusiasmo que uno tiene en los primeros días, el clima y las visuales, nos ayudan tanto a David como a mí, a sobrellevar las largas horas de difícil subida con muy buen humor. El camino conspira, pero el clima se mantiene bien y el regalo de la naturaleza es muy grande como para sufrir el cansancio creciente de un cuerpo, que con cada pisada en el pedal lucha por ponerse al día con las condiciones de poco oxígeno. Pero no es momento de abusar sino de usar sabiamente la energía y así, en una pequeña meseta a 4360mts, bajo un atardecer idílico, en absoluta soledad, bendecidos por un pacífico silencio, acampamos rodeados de escarpados picos de roca pelada. Visuales que quitan el aliento y renuevan la energía.
 

 Si bien durante el día el frío fue moderado, basta con que el sol caiga para que la temperatura baje estrepitosamente. La noche trajo un nuevo temporal, las estrellas desaparecieron en pocos minutos y sólo se escuchaba el intenso repiquetear de la lluvia en el techo de la tienda.
 A la mañana, aún con mal tiempo y con mucho frío, emprendimos el ascenso final, aún quedaban no menos de 20km. El gran corredor del valle por el que veníamos ascendiendo fue volviéndose más y más cerrado hasta morir contra una muralla por la cual largos estrechos de camino trepaban sin piedad. El mero hecho de mirar hacia arriba y adelante, resultaba agotador, uno se pregunta cómo lo hará. No pensar se vuelve fundamental para sobrellevar el peso psicológico de ese paso lento con respiraciones asfixiantes, que parece que nunca nos llevará a ningún lado. Uno se siente fuerte pero avanza despacio, basta con intentar apurarse para que la altura te ahogue en un abrir y cerrar de ojos y te recuerde que aquí, los términos no los dispones vos. El camino resulta interminable, la cima del paso no se ve, cada curva trae otra curva, el frío se hace intenso pero el cuerpo sigue sudando por el esfuerzo, el sol no asoma, cada gramo de carga se lamenta. Los minutos y las horas pasan; a medida que uno se eleva se va revelando la magnificencia de una naturaleza brutal, áspera, imponente.

 



 El serpenteo parece infinito, a cada vuelta aparece una nueva ladera que hay que trepar. Pasados los 4800mts se hace cada vez más necesario detenerse para respirar. El oxígeno no es suficiente y los músculos pide cada vez más. Finalmente las nubes dan un paso al costado y la cumbre del Chola, imponente desde lo alto a 6168mts se destapa mostrando su pico truncado y lleno de nieve, todo el entorno está coronado ahora por su belleza, y cada metro de subida promete la ilusión de estar más cerca de él.


 
   El último tramo es el más duro pero el que menos cuesta, no hay oxígeno, hace mucho frío, uno no quiere más, pero al final del mismo uno ve la meta que tanto buscó. Allí, al final, las banderas de plegarias tibetanas vuelan en lo alto coronando la llegada. David me espera sonriente y yo llego detrás, cansado pero lejos de estar agotado y con la inmensa alegría de dejar atrás la primera gran barrera. Es momento de detenerse a contemplar y dejarse penetrar por la fuerza del entorno.

 
  A ambos lados del paso, aparecen los dos inmensos valles, el ascendido y el que habremos de descender. Emociona, la belleza supera a las palabras. El cuerpo se enfría rápido y es hora de descender camino a Derge. Generalmente, nunca una bajada es bajada del todo porque casi siempre la bajada incluye fragmentos de subida; sin embargo a medida que descendíamos rodando cómodamente y el paisaje árido, frío y rocoso de las altas cumbres devenía en la fertilidad de un exquisito valle bajo un sol radiante que hacía relucir la intensidad de sus vegetación y sus ríos cristalinos, las subidas nunca llegaron. 


La llegada a Derge, al final del día, marcó el kilómetro número 77km de la más espectacular bajada de tobogán que haya alguna vez pedaleado. Con una pérdida de 1750mts a lo largo del mismo,  desde la serpentina de bajada en las laderas, hasta filtrarnos entre pinos bordeando ríos esmeralda, esquivando yaks y cruzando pueblitos de gente cálida y sonriente, prácticamente no hubo que pisar el pedal en 77 km, una distancia de bajada tan irrisoria como soñada.
  A 3300 mts de altura Derge, en el corazón de la provincia de Kham, es un pueblo mucho más desarrollado y "achinado" de lo que hubiera imaginado. A pesar de la innegable desilusión, fue un excelente lugar para dormir en la primera cama y comer un tazón gigante de sopa de fideos tibetana bien energizante. Con el futuro incierto de los días que vendrían por delante, era necesario dormir y comer bien.


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